Yungay
LA EXCURSION A LAS LAGUNAS DE LLANGANUCO
Por Fortunato Mendez Melgarejo
En julio de año 1961, cuando frisaba los 12 años, salir de la casa en excursión y en compañía de toda la familia, constituyó una de las experiencias más agradables de mi vida.
En aquella oportunidad mi familia alquiló la Camioneta de “Transportes Cribillero” para que nos trasladara hasta la punta de carretera, es decir hasta donde se había avanzado la construcción de la carretera de Yungay a LLanganuco, para desde ese punto caminar a pie los kilómetros faltantes que nos llevarían a nuestro destino. Una vez llegado, algunos nos dedicamos a jugar fútbol, otros a pescar con anzuelos, los demás a cazar con hondas de jebe y las damas a acondicionar un lugar para servirnos luego los apetitosos fiambres a base de pan, papa con ají colorado y cuy fritos, y para asentar los mayores agarraron su pisco de moro y nosotros, los menores de edad, nuestra botella con limonada que ahora ya no es común observar.
Recuerdo que era excitante comprobar el avance de la construcción de la carretera hacia LLanganuco, la que una vez concluida, permitiría a las futuras generaciones recorrer la ruta en vehículos motorizados, pasando por el Abra de Llanganuco, paraje de incomparable belleza, para arribar al lugar donde se encuentran las dos lagunas unidas por un riachuelo. En la parte superior la mas pequeña llamada ORQOQOCHA ó Laguna Macho que alimenta con agua a la mayor en extensión llamada WARMIQOCHA ó Laguna mujer o hembra.
Estar en estos lugares, para los niños de la familia, eran enigmáticos, fascinantes y encantadores a la vez, porque podíamos fantasear en el lugar de los hechos los sucesivos e interminables relatos que cotidianamente nos trasmitía mi abuelo ELIAS MELGAREJO, previo a las comidas vespertinas. Así sabíamos por ejemplo, la gesta heroica del ejército del General Andrés Avelino Cáceres, conocido como el Demonio de los Andes, quien utilizando la ruta milenaria del Abra de Llanganuco trasladó a su ejercito desde Yungay a Yanama y de allí a Pomabamba, burlando así al ejercito Chileno que lo acosaba en Yungay. En el abra aun existen vestigios de ésta portentosa ruta de caminantes que atravesaban la cordillera desde los tiempos precolombinos; también nos hacia recordar los relatos de la laguna «encantada», aquella leyenda de las lagunas cuando en la plena luz de luna de llena salían del centro de las mismas enormes velas encendidas las que, cual botes, se acercaban a las orillas y luego regresaban para desaparecer en el mismo lugar de donde salieran; o aquella, que, a plena luna llena y a medianoche, se escuchaba el tañido de las campanas que sonaban en la parte más alta de una pétrea pared al final del Nevado Huandoy Sur; ó de ésta otra, que no se podía avanzar en la oscuridad de la noche por aquellos parajes, porque al momento menos pensado uno ya se encontraba en un lugar totalmente desconocido y al querer retomar el camino, simplemente no se podía, pues se desconocía por completo la entrada y salida de tal zona, por lo que se tenía que pasar la noche en dicho lugar, viendo al amanecer un paisaje maravilloso que nos invitaba a quedarnos; es decir pudimos recorrer físicamente los lugares de muchos relatos y también comprender la historia de “María Josefa” una bella dama que escogió la muerte antes que el maltrato.
Cuatro años mas tarde, en mis últimas vacaciones escolares de Agosto porque cursaba el 5to de media, solicite a mi madre acompañar en una próxima aventura a mi amigo Lucho Chinchay, quien era y sigue siendo un eximio cazador y pescador. Decidimos ir a pie desde la ciudad de Yungay hasta las Lagunas de Llanganuco, partiendo a las cuatro de la mañana.
Es así que de un momento a otro, yo ya me veía caminando con mi mochila y escopeta en la mano, y él con otra escopeta, una atarraya para pescar truchas, un cuchillo, una mochila donde llevaba su buzo de hule para meterse al agua helada, etc., llegando a la meta a las nueve de la mañana, hora en la que preparamos el desayuno y tomamos nuestro mate de hierba Luisa acompañado del tradicional «mishti», un pan producido básicamente con harina de trigo; luego fuimos a pescar como entrenando al riachuelo que une las dos lagunas, para ubicar los probables bancos de truchas; como no teníamos mayor variedad de alimentos, intercambiábamos pan y truchas por cancha tostada que traían los transeúntes desde el Pueblo de Yanama y alrededores. En nuestro precario campamento, por primera vez comí cebiche pues Lucho, que era un experto en sobrevivencia, agarró unas cuantas truchas, las partió por la mitad, les quitó las entrañas y luego a lo que quedaba le exprimió bastante limón, para después de una pequeña espera, saborear una comida deliciosa.
Pero la gran faena llegó ésa noche, pues Lucho me manifestó que la pesca era mejor a esas horas; al llegar al lugar de las pruebas, evidentemente tenia razón, pues en cada tirada de atarraya que hacía el amigo, sacaba varias truchas grandes y una veintena de pequeños; estos últimos me enseñó a devolverlos porque «solo tenían algún valor una vez desarrollados». Así es que en total sacamos cerca de ochenta especies, las que llenamos a nuestro costalillo yéndonos luego a descansar a los alrededores de la primera laguna, lugar donde una familia que vivía precariamente nos había alojado, proporcionándonos una cama hechos con troncos de madera al que, por el cansancio, nos adaptamos bien.
A la mañana siguiente, a cambio de algunas de nuestras truchas nos ofrecieron papa sancochada, lo que sumados al mate y mishti, constituyó un desayuno fuera de lo común, por lo menos para mí. A las diez de la mañana nos internamos en la maleza de arbustos silvestres y quenuales para cazar patos silvestres conocidos como «wachwas» y perdices, que por entonces abundaban. Como yo no sabía manejar la escopeta, el amigo me enseñó todo el procedimiento, pero también me dijo que mejor sería que esperara un rato en el sitio donde estabamos junto a las mochilas, hasta tanto el hacía sus exploraciones.
En eso, mientras cavilaba, como a unos veinte metros ví que merodeaba una perdiz, así es que agarrando el arma, lo cargué con balines, pólvora, periódicos, utilizando varias veces la famosa baqueta; y para no hacer ruido, me quité los zapatos tipo mocasín y empecé a perseguir a mi presa; estando a unos diez metros de ella, distancia que me confiaba que no podía fallar, apunté firmemente y por primera vez en mi corta existencia hice el disparo que correspondía. Al ir al lugar donde presuntamente estaría la presa, no encontré ni rastros de ella, pues no sabía que era sumamente escurridiza, pero si me dí con la sorpresa que en ése mismo lugar estaban nuestras cosas, todas ellas intactas, menos mis calzados, pues al haberlos puesto encima y como si el blanco fueran ellos, les cayó el tiro destrozándolos; ¿Qué había pasado? Pues que al perseguir al avechucho, no me percaté que éste lo hacía en círculos quedándose quieto justo encima de las mochilas, y cuando hice el disparo, le cayó a mis bienes más no a la susodicha ave. Al oir el disparo ruidoso, el amigo también vino para ver lo que pasaba, y al percatarse del hecho se rió sin control, para mi descontento.
Bueno, pero allí no termina el asunto.
Tal como habiamos convenido, al día siguiente partimos a las nueve de la mañana con nuestro cargamento, para llegar a la ciudad a eso de las cuatro de la tarde; demora justificada si se tiene en Cuenta las continuas paradas que tenía que realizar por desatarse los amarres que había hecho de lo que quedaba del zapato a mi pie.
Apenas llegado, me mudé la ropa y en una hora estaba en condiciones de disponer de la pesca, después del reparto correspondiente y haber dejado un poco en casa. Así es que con nuestra pequeña carga, nos dirigimos a lo que considerábamos los mejores centros de consumo masivo, como los recreos y restaurantes, visitando dentro de ellos al GATO NEGRO, EL PICO DE ORO, LOS CLAVELES, etc., y cosa curiosa, todos ellos nos manifestaron que ya en ésa mañana habían hecho tal compra, y que por lo tanto no deseaban más por ahora.
Por lo acontecido, no tuvimos más que regresar a nuestros hogares, todo desanimados, pues creíamos que se había hecho un esfuerzo grande pero que al final no se obtuvo recompensa alguna; el consuelo era que en los sucesivos días, nosotros si podíamos darnos el lujo de comer a diario truchas preparadas bajo diferentes formas, e incluso invitar a los amigos para que las degustaran, saliendo de mi casa muchos de ellos con su «regalo» para que también sus familias se beneficiaran.
En los siguientes días, acudí temprano donde el zapatero Uldarico «ULDA» Mejía, atendiéndome su asistente que también se llamaba «Lucho», hoy cariñosamente conocido como «Barrabás», quien mirando fijamente mis zapatos me dijo: que más fácil era arreglar una atarraya porque mis zapatos tenían más huecos que una coladera, burlándose así, del poco orgullo que aún me quedaba.