JUEGOS DE AZAR EN EL MUELLE

Yungay

JUEGOS DE AZAR EN EL MUELLE

 Después de culminar satisfactoriamente, el Segundo Año de Educación Secundaria, esperé con impaciencia las vacaciones de Enero a Marzo para juntarme con mis amigos con los que practicábamos variados deportes al aire libre, como el fulbito, la caza, natación, etc; amen de un sin número de «aventuras» juveniles.

Pero, ya estaba grandecito, me advertía mi madre, como para pensar solo en divertirme, reconviniéndome que mejor buscara una ocupación aparente ya sea en la chacra de los abuelos ó en otro lugar, para así ganarme algún dinerillo extra que bien podría servir para aliviar el presupuesto familiar que era afrontado solo por mi madre desde que mi padre se fue de Yungay hacían más ó menos siete años.

En realidad, en la casa no nos faltaba recursos economicos como para sostenernos y menos en la casa de mis abuelos quienes habían desarrollado una sólida economía familiar con la esperanza de que sus descendientes hicieran estudios superiores. Las propiedades de mis abuelos comprendían terrenos agrícolas, ganado vacuno, lanar, animales menores y un bosque con cientos de eucaliptos. Recuerdo que mi abuelo decía que su bosque era mejor que un banco comercial porque le generaba dinero contante y sonante en el momento que necesitaba, sin garantías ni avales de ninguna clase; y tenia razón, porque en aquellas épocas la leña proveniente de los eucaliptos era el combustible mas importante para las cocinas y las panaderias que lo utilizaban – por su mayor poder calorífico- para hornear las ricas aratantas (panes de maíz), mishtis (panes de trigo), cuwayes ( panes de trigo con huevo) ó los populares tsitsis (panes achatados y largos, cuya masa antes de meter al horno se coloca sobre una hoja de achira), etc., ó también el arbol de eucalipto era utilizado como vigas en la construcción de puentes y viviendas tanto en el área urbana como en el área rural, amen de otros usos.

Ver trabajar a mi madre, me había incentivado desde muy pequeño a ganarme algún dinero que me los generaba a base de ciertos trabajos que los hacía como jugando, tales como: la venta de periódicos, que creo  fué lo primero que «hice», cuando voluntariamente a la edad de seis años me acerqué tímidamente donde el señor Lucho Osorio, a la sazón distribuidor del diario «La Prensa» y le solicité me proporcionara unos cuantos diarios para vender, a lo cual me preguntó si sabía vender, respondiéndole que si!, y que no se preocupara que yo vivía al frente de su casa comercial. Bueno, una cosa es mirar como hacen otros las ventas, y otra es meterse uno mismo a realizarlas. Así es que, un buen día, recibí cinco (5) diarios para su venta; ¿ Cómo no podría vender, si otros niños ya lo hacían y, muy bien se ganaban sus centavos?; empecé a caminar por las calles con mis periódicos bajo el brazo, pero no sé que fuerzas me enmudecían que cuando veía algún potencial cliente no me salían las palabras y pasaba de largo con mi paquete; es por ello que me dirijo a una calle semidesierta para ensayar los gritos: ¡¡La Pre……..!!, ¡¡La Pre…….!!, ¡¡La Prensaaaa…….del día!!, pronunciados excelentemente por mis competidores, pero que a mí difícilmente me afloraban, por más que los repetía; una vez que creí haber alcanzado la perfección en el grito, estaba nuevamente en las calles y, por más que me esforzaba, otra vez me fué esquivo el susodicho grito; más lo que es peor, no había probado alimento alguno durante el día, se estaba haciendo tarde y comenzaba a llover fuerte, por lo que no tuve más remedio que regresar a mi casa.

Cuando trasponía la puerta de la casa todo avergonzado, mi Tío Paulino, hermano de mi madre  y quien vivía con nosotros, me preguntó que es lo que estaba haciendo y que es lo que tenía envuelto bajo el brazo, recibiendo como respuesta que eran periódicos del diario «La Prensa», los que había pedido para su venta a don «Lucho»; pero, tan acucioso era mi Tío, que al indagar cuantos periódicos se me había alcanzado se dió con la sorpresa que eran los mismos cinco  (5)  con los cuales había llegado a mi casa, por lo que quizás por consolarme  me compró uno, y, al día siguiente no tuve más remedio que devolver los cuatro no vendidos, recibiendo para sorpresa mía, no una reprimenda, sino diez centavos, los cuales constituían toda mi ganancia por la venta realizada, por primera vez en mi corta existencia; y, como constataba que los amigos de misma edad sí obtenían mayores ingresos por el mismo trabajo, me orienté a buscar nuevas alternativas ya que demostrádamente no tenia las «condiciones» para desarrollarme en dicho negocio.

En esos años mi tío Paulino nos acompañaba porque se restablecía de una larga enfermedad; el tenia una gran habilidad para los negocios además de ser muy amable con sus clientes y amigos; de pequeño me gustaba ayudarle en la atención de clientes aprendiendo a sacar las cuentas rápidamente con lo regularmente me ganaba mi propina, la misma que lo gastaba mayormente en comprar las revistas de Tarzán, El Llanero Solitario, Tawa, etc, etc, y como éstas tenían figuras, me servían de distracción, así como  para aprender a leer rápidamente. Seguramente, esto influyó para que a mis amigos les contara vehementemente lo que había leído, dándome con la sorpresa que ellos también querían cerciorarse en la propia revista, si era cierto lo que les había contado, para lo cual, más de uno me manifestó que deseaba alquilar mis revistas; y, tan bueno era el incipiente negocio, que en una pita extendida, sujetaba las revistas con  los ganchos de colgar ropa, para que se pudieran apreciar las carátulas e interesar así a más público. Para facilitar la lectura, recuerdo que se había acondicionado un tablón, donde cómodamente sentados podían leer las revistas que quisieran. Posteriormente este negocio lo trasladé a una tienda lateral del Hotel Popular, donde el Tío de marras hacía también su exposición venta de los quesos mantecosos que eran producto de la ganadería que tenia mi abuelo en la pastisales de Anchin y Canchirao en la Cordillera Negra. El asunto iba viento en popa, hasta que un día se acercó un agente vendedor manifestando que era representante de la editorial «La Merced en Lima», y que si queríamos, nos podría remitir las últimas revistas que salían y que no nos preocupáramos del pago, debido a que cada cierto tiempo él vendría a hacer la cobranza; todo marchaba bien por varios meses hasta que, por motivos que ignorábamos, durante tres semanas seguidas nos remitió las revistas repetidas, pese a la advertencia que le hacíamos vía teléfono, por lo que mi tío me aconsejo cerrar el negocio, para evitar mayores problemas con la editorial.

Pero, la más grande satisfacción la he tenido cuando me dediqué a la venta  en la época de carnavales, de productos como: talcos, serpentinas, chisguetes, globos, etc; recuerdo muy bien los talcos hechos a base de una mezcla de yeso bien cernido y harina blanca al que le dábamos el olor necesario con unos perfumes baratos que obteníamos en las boticas, luego los vendíamos en bolsitas previamente fabricadas con papel cometa de colores; y resultó tan atractiva la presentación de éste producto, amén del bajo precio, y el manipuleo fácil para trasladarlo tanto en los bolsillos como en la mano, que la venta resultó un éxito, por lo que apenas se terminaba tenía que sacarse del stock o en su defecto fabricarse aceleradamente en horas de la noche para ofrecerlos al siguiente día; si a ello añadimos, que también se ofrecían a la venta los productos complementarios mencionados se deduce que el negocio, en realidad, nos salió redondo,  ya que estos últimos productos, las tiendas me los daban al crédito porque los dueños conocían a mis padres y bueno, yo nunca los defraudé, ya que cumplía mis obligaciones religiosamente, por lo que incluso en muchas ocasiones me daban productos nuevos y caros para colocarlos, sorprendiéndome que haya alcanzado los mismos resultados beneficiosos, con cuyas ganancias ayudé a costear no solo mis útiles escolares, ropa, zapatos, sino tambien costear mi viaje a Chimbote y Lima.

Al inicio de las vacaciones del 2do de secundaria, pude observar que mi abuelo y mi madre, de vez en cuando, trataban de negociar directamente con los minoristas de Chimbote porque pagaban los mejores precios, evitando así a los intermediarios mayoristas. Para llevar a cabo el transporte de la carga fletaban los camiones de diversos «amigos transportistas», preferentemente el camión del Sr. Cadillo, al que cargaban totalmente con productos de pan llevar. Acompañaba al Chofer-propietario normalmente mi tío Lucas, hermano menor de mi madre, pero en esa oportunidad también nos acoplamos mi madre y yo. Llegados a Chimbote nos ayudó el tío Pedro, segundo hermano de mi madre, quien ya se había afincado hace muchos años en dicha ciudad, casado él con una paisana, a quien llamamos cariñosamente la tía «Honorata» Garcia. Todo el cargamento del camión que fletó mi abuelo fué vendido y entregado rápidamente, debido a la gran demanda y porque en la época materia de éste comentario había dinero procedente del boom de la  pesca, por la abundante anchoveta existente. Terminado el negocio, mi madre accedió a mi deseo de quedarme un par de meses de vacaciones en Chimbote.

Entre los negocios que tenían mis tíos en Chimbote había un camión con el que prestaba servicios de mudanzas, transporte de materiales de construcción, etc, pero, lo que les resultaba más rentable, a todas luces era el del transporte de sacos con harina de pescado desde las fábricas hacia el muelle, lugar donde estaban esperando grandes barcos para llevar ésta materia prima hacia el extranjero, tal como lo hacen en la actualidad.

En uno de los días de vacaciones, el Tío Pedro me encargó acompañar al chofer quien tenia que cargar harina de pescado en una de la fábricas, quizás más pensando en la probable «cutra» que haría éste, al sospechar que cobraba por algunos trabajitos extras de lo que nunca rendía cuentas. Al llegar a las inmediaciones de la fábrica elegida, no tuvimos más remedio que formar parte de la inmensa cola que desde tempranas horas ya venían haciendo otros vehículos, ocurriendo la misma situación para descargar, dado que ya en el muelle confluían vehículos desde diversas fábricas; entonces, en ése ínterin de espera que era inexplicablemente larga ¿a qué se dedicaban los choferes con sus respectivos ayudantes?; pues, a «timbear» crack, que no es más que un juego de dos dados,  con el que se hacían apuestas cada vez con sumas elevadas de dinero; y tal sería la pasión, que una vez llegué a escuchar, que se apostaba el flete de un día de trabajo del camión, y que si no se hacía con el valor del camión era porque no eran los dueños del mismo.

El día que comento, estando ya en el muelle a unos trescientos metros de la orilla, esperando la orden para descargar, los choferes se pusieron rapidamente de acuerdo para iniciar el consabido juego, sacando inmediatamente los «sencillos» de sus bolsillos. El chofer del camion de mi tio me encargó le pasara la voz cuando ya nos tocara el turno para descargar, a fin que pudiera cuadrar el vehículo apropiadamente.

En realidad, nunca llegué a conocer la emoción del juego, ni la cantidad apostada en esos instantes, ó la incertidumbre acerca del resultado, pero lo cierto es que de un momento a otro el chofer de marras me llamó gritando, y cuando presuroso me acerqué ya había empezado a pelear con el apostador contrario; de seguro que me vería en el círculo formado, porque a mis pies cayeron las llaves del camión a la vez que a viva voz me decía que encendiera el motor; presumiendo yo que era para escapar; pero, ¿ cómo iba a cumplir con lo encomendado, si no sabía nada de camiones?; pues , al llegar al vehículo hice lo elemental, metí la llave por la cerradura de la chapa y le dí vuelta lo más fuerte que pude, a lo que tras un breve chirrido arrancó, el cual al estar enganchado y en dirección diagonal al muelle avanzó inconteniblemente y con tal fuerza que chocó con la parte posterior de otro vehículo más grande y pesado que también esperaba su turno;  como consecuencia se abolló la parte izquierda de la capota del camión, habiéndose, menos mal, apagado el encendido así como la pelea en ciernes. Ahora me pregunto, ¿ qué hubiera pasado si una vez arrancado el vehículo donde estaba yo, no chocaba de casualidad con el otro de mayor dimensión?  de seguro que me íba junto con el camion y la carga al fondo del mar, habiendo sido entonces providencial que el  vehículo contiguo estuviera cuadrado de tal forma que no nos permitiera salir fácilmente sino recién cuando se hicieran algunas maniobras. Y por último, pensaba que, quizás ni mi incipiente conocimiento de natación me hubiera salvado de tamaña tragedia.

Ya más tarde, previo a la devolución del vehículo al garaje de mis tíos, el chofer trató de planchar la parte abollada con una comba, más como no era experto en estas lides era difícil que le saliera «bien», por lo que resolvió camuflarlo con varias capas de pintura que compró en la ferretería; Así y todo, no pasó el examen de los ojos acuciosos de mi tío, quien después de las indagaciones del caso llegó a la conclusión que la culpa era del chofer y que por su negligencia tenía que pagar la reparación del vehículo, culminando así, de paso, con ésta anécdota vivida en Chimbote.